sábado, 16 de mayo de 2015

El inclemente tiempo y la Magdalena errante

Nikita Kauns (Yuxtapoz Magazine)

El tiempo no tiene misericordia. El reloj corre como un despiadado, como un loco asustado y se lleva consigo minutos valiosos, segundos preciados. Recuerdo que cuando era niña y vivía en Cúcuta me parecía que el tiempo no transcurría rápido. Todo pasaba como en cámara lenta. Los momentos eran más largos, las clases en el colegio eran interminables, las tardes en casa de mi abuela esperando a que mi mamá y mi papá salieran del trabajo parecían un día entero.

Ante esa calma yo vivía ansiosa, tratando de llenar mi tiempo. Me inventaba juegos para quemar las horas. Por ejemplo, a veces me armaba un escritorio, juntaba las mesas de mi casa, juntaba papeles y una caja (a la que le pintaba letras para que se pareciera a una máquina de escribir) y jugaba a la escritora. Cuando miraba el reloj blanco de plástico recargado de detalles (que todavía existe y funciona perfectamente) no había pasado más de media hora. "Todavía falta para que pasen por mí", pensaba.

No sé cuál era la ansiedad porque se fueran los minutos, pero siempre estaba angustiada por llenar las horas con alguna actividad . Hoy las cosas son diferentes. Ya no tengo que inventar actividades, al contrario, tengo tantas cosas qué hacer que siento que el tiempo no alcanza. Y frente a eso protesto.

La protestadera

Me quejo porque estoy haciendo todo a las apuradas, porque quedarme veinte minutos más en la cama viendo un capítulo de Friends significa no poder adelantar la nota para el diario o hacer una gacetilla para la empresa de tecnología en la que hago las comunicaciones o, al menos, se me reducen los minutos para llamar a la chica de marketing que nunca me pasa a tiempo la info para armar el comunicado.

El mes pasado empezó una nueva etapa en mi vida que desde hace meses estaba esperando: El momento pegar de vuelta el salto al mundo académico de los estudios superiores. Inicié mi tercer posgrado y, por ahora, el más importante: una maestría en periodismo.

Con esta oportunidad no sólo pretendo abrirme camino en las redacciones argentinas sino también es una prueba, un regresar, un bajar de la montaña (en la que estuve aislada y ensimismada hurgando en mi interior a ver qué debía cambiar o afianzar) para enfrentarme de nuevo al mundo como una persona nueva. Y adivinen qué: ¡Ha sido un desastre!

¿Por qué mi regreso ha sido un caos? porque no puedo con todo y me siento desbordada, abrumada, histérica. No puedo disfrutar nada. Siempre estoy mirando el reloj a ver cuánto tiempo me queda para leer unas fotocopias de la facultad, para redactar una nota, para hacer una llamada, para mandar un correo, para limpiar mi casa, para bañarme, para irme a yoga, para cocinar, para compartir con mi novio, para hablar con mi mamá por Skype.

El día del apocalipsis

Hace unos días todo colapsó.  Me peleé con mi novio (quien, con toda razón, estaba harto de mi inconformismo e histeria), salí sin plata de casa y ningún cajero a la redonda servía como para sacar unos pesos, llegué tarde a mi terapeuta y tuve que pagar como si hubiera hecho toda la sesión, hice esperar un montón a un compañero de la facultad que me iba a entregar unas copias, después me regañó mi jefa por llegar tarde al trabajo y todo así.

En un momento me encontré corriendo y llorando desesperada detrás de un colectivo, cuyo conductor no tuvo piedad. Finalmente opté por tomarme un taxi .

Lloré en el terapeuta, lloré en el taxi, lloré cuando vi a mi compañero, también lo hice post reto de mi jefa. Lloré, lloré y lloré en todos lados y a toda hora, tal Magdalena errante.

Terminé con la cara deformada, hinchada y roja de tantas lágrimas por la frustración que me producía la incapacidad de sobrellevar todo y disfrutarlo, siendo que son todas cosas que me gusta hacer.

Creo que mi intento de querer devorar el mundo de un bocado fue fallido. "Ser multifacética no es lo tuyo, Aleja"- me dije frente al espejo del baño de mi trabajo mientras contemplaba dos lágrimas que se derramaban por mi rostro.

Me sentía derrotada, enclenque, desahuciada, incapaz. No tenía ganas de hablar con nadie, ni que nadie me viera.

Cuando salí del trabajo pasé por mi casa, me cambié y con las últimas fuerzas me fui a mi clase de yoga. Creo que no había sido un buen día para ninguno de mis compañeros, pues cuando el yogui nos preguntó cómo estábamos todos respondimos con una queja. Al final de la interpelación dijo: "qué bueno que están aquí".

El yoga de la vida

A principio de la clase (como en cualquier rito de tipo espiritual) se ofrece algo (una situación, una persona, un sentimiento, una frustración) a la práctica. Y bueno, yo tenía muchos motivos que, tras reflexionar, reduje a uno solo: La imposibilidad de aceptar la realidad tal como es.

Asana tras asana fueron pasando varias imágenes del día por mi cabeza: yo llorando, yo corriendo de parada en parada del autobus, yo viendo el reloj, yo llamando a mis amigos para quejarme del día de porquería que tenía, yo culpando a mi novio, yo negándome, yo resistiéndome, yo histérica, yo frustrada.

"Montaña. Respiren tres veces. Tabla, tomen aire. Cobra, aspiren. Montaña, respiren tres veces. Salto. Padahastasanam (Tocamos los dedos de los pies), aspiren. Pranamasanam ( parados con las manos en el pecho), suelten el aire. Hasta Utiasanam (doblados hacia atrás con los brazos estirados y manos juntas), aspiren.

Cada elongación, cada dolor, cada respiración, cada repetición, el cansancio, el calor y la agitación me iba haciendo entender poco a poco: la vida es como una clase de yoga, hay momentos en los que duele, hay momentos en los que somos más flexibles, hay momentos en que nos resistimos, nos sentimos, exhaustos, agobiados, pensamos en que no vamos a poder llegar, continuar, aguantar, soportar, llevar la carga.

Sin embargo, siempre hay un no sé qué que nos anima a continuar, a luchar, a resistir un segundo más, que nos guía a un destino predeterminado, necesario, no casual, donde encontraremos la respuesta, veremos todo más claro y nos daremos cuenta de que esto es una carrera imprescindible, que no se puede postergar y que cada vez va a tener más obstáculos, más pruebas, hasta que al fin llegue el merecido descanso, la recompensa.

No hay pago sin trabajo, no hay gratificación que no exija esfuerzo, así que no queda otra que disfrutar lo poco o mucho que se tiene, porque de todo y de todos se aprende, el pasado no va a regresar y el futuro está por construirse . Esta vida es sólo una y no sabemos cuándo ni cómo va a terminar. Así que hay que aprovecharla y sacarle el jugo (una enseñanza) a cada instante.