El ajetreo de una
noche imprevista, causada por un capricho de su jefa y la falta de sueño hicieron
que Ana Laura Bertone, una votante de capital, no pudiera ejercer la democracia
y se convirtiera en la protagonista de una estridente escena de furia en una de
las mesas de votación de Palermo el pasado 5 de julio, cuando la ciudad de
Buenos Aires elegiría a su intendente.
“Por gente como ustedes es que este país no funciona.
Cohíben los derechos de la gente para que gane su candidato. Claro, todo está
arreglado para que gane Macri. ¿Saben qué? ¡Púdranse! ¡Púdranse todos!”,
vociferó Ana Laura, quien al término de su discurso tiró un par de alfajores que comía desesperadamente a Clara, la presidenta de una de las mesas de votación de Palermo.
Una de las golosinas le dio en el pecho y la otra en el mentón. En ese momento,
Clara se levantó de su asiento y le dijo con una cordura y paciencia
inesperada: “Señora, le voy a pedir que abandone el lugar. Si no tiene su DNI,
no puede votar”.
Después de semejante acto todos quedaron perplejos en la
sala. Nadie podía creer la escena de aquel domingo 5 de julio en el que los
habitantes de la ciudad de Buenos Aires elegirían al jefe de la ciudad, menos
Ana Laura, cuya reacción, incluso para ella misma, fue completamente inesperada.
“Yo no puedo creer que esta mujer me lleve a actuar así”, le
dijo a su hijo, Franco, al entrar al auto quien la observaba preocupado desde
el asiento del copiloto. ¿Qué pasó, mamá?, le preguntó el chico. “Nada que le revoleé
los alfajores que tenía a la presidenta de la mesa porque me pedía y me pedía
el DNI para votar y no lo encontré. ¿Será que se me cayó anoche mientras
buscábamos el arito de la Coca?”, contestó Ana Laura. “¿Cómo que anoche
estuviste buscando un arito? No te puedo creer, en serio esa mina te pone mal,
te va a enloquecer, te digo. Safaste de pedo, otra te hubiera mandado la cana
por loca”.
Ana Laura se tomó la cabeza con sus manos y con las uñas
largas se empezó a rascar frenéticamente alborotando sus cabellos rubios. De su
cuero cabelludo se desprendió como purpurina un polvillo blanco. “No sabés lo
que fue la madrugada de ayer. Ni bien saliste con tus amigos para la fiesta de
quince me llamó ”. No terminó la frase cuando de la escuela salió Clara con un
par de policías. “Esa fue la mujer, ella me tiró los alfajores en la cara”, dijo
señalando el auto de Ana Laura. “La puta madre, lo que me faltaba”.
De inmediato los patrulleros se acercaron al auto, Ana Laura
no tuvo más remedio que bajarse y dar la cara. “Buenas noches, señora. La
presidenta de la mesa nos llamó porque entre ustedes se presentó un altercado.
Me da su DNI”, le pidió el policía. “Sí, buenas noches. Tuvimos una discusión
con la señora. Reconozco que todo fue mi culpa, tuve una noche muy complicada y
olvidé mi DNI, al no encontrarlo salté en ira y bueno, ya les habrá contado
ella que le tiré unos alfajores”, explicó la rubia.
“No podés actuar así, no podés. Es una falta de respeto. Me
agrediste”, replicó Clara. Ana Laura se metió las manos a los bolsillos y
agachó la cabeza. “Sí, la cagué mal. Les pido que me dejen explicarles. Esto me
supera”.
La frivolidad de los
ricos
La madrugada del 5 de julio, a eso de las 12 de lo noche, Ana
Laura estaba tejiendo en cama en compañía de sus cinco gatos y su perra, Lisandra.
Estaba sola. Su hijo Franco, había
salido con unos amigos. En eso la llamó su jefa, Libertad Castrato, una
cirujana plástica para la que trabaja como asistente hace más de 7 años.
“Ani, estoy preocupada, mi madre me acaba de llamar a
decirme que perdió uno de sus aritos de brillantes, uno que le había regalado
mi papá hace 40 años, es carísimo. Cree que se le cayó ayer en la Clínica. La
vieja está destrozada. ¿Vos creés que Isaura (otra de sus empleadas, una cosmiatra
paraguaya que trabaja para ella hace más de 10 años) esté despierta para que me
abra la clínica y me ayude a buscarlo?”, mencionó Castrato en voz baja, como si
no quisiera que nadie a su alrededor se enterara.
“Doctora, es de madrugada, seguramente Isaura está
durmiendo, además vive lejos”, señaló Ana Laura. “Yo la llamé pero no atiende.
¿Vos me acompañás?”. Ana Laura, que rara vez se niega a sus pedidos, accedió.
Se puso una sudadera y una campera. Salió y caminó a la estación de tren, pues
su jefa, una rubia porteña de familia adinerada, teme entrar con su camioneta
de alta gama a Vicente López. Al llegar a la estación, Castrato la estaba
esperando. La asistente se monta al auto y su jefa le dice: “Vos sos de hierro,
me hacés renegar pero siempre estás conmigo”.
Ya acostumbrada a este tipo de situaciones, Ana Laura pensó:
“otra vez metida en un quilombo sin sentido”. Al cabo de media hora ambas
rubias estaban en la avenida Santa Fe y calle Callao, donde se ubica la clínica.
Al entrar al lugar se disparó la alarma que despertó a los pocos habitantes y
al portero del antiguo edificio de oficinas. De inmediato llamaron de la
compañía de seguridad al celular de Ana Laura para avisarle que iban a mandar
una patrulla, pues alguien estaba accediendo al centro médico.
Parada frente a la cámara de seguridad, Ana Laura les
explicó que quienes entraron eran ella y su jefa, que venían a buscar unos
documentos para una operación de urgencia, pues creyó vergonzoso darles la
verdadera versión de lo que estaba sucediendo. Recorrieron minuciosamente cada centímetro
de los 300 metros cuadrados del centro y
no hallaron nada.
“¿No se le habrá caído en el camino a su departamento?”,
dijo Castrato. Ana Laura no pudo evitar que los ojos se le abrieran de par en
par y la mandíbula se le descolgara de la cara. “Bueno, fíjemos, ya que estamos”.
De inmediato, se volcaron a la helada calle. Hacía 10 grados y las dos rubias
estaban casi en cuatro patas buscando el valioso aro. “Espero que el aro le
haya costado al menos US10.00 al tipo. Tanto quilombo por un puto aro. ”
Durante la búsqueda, La Coca, la madre, llamaba agitada a
apurar a su hija. Con la respiración entrecortada y pesada le decía: “Creo que
me voy a morir, me va a dar algo”. “Ya mamá, basta. Estamos buscando, lo vamos
a encontrar”, le aseguró Libertad para no alarmarla.
En las veredas no hallaron más que papeles y unas cuantas
baratijas que se les caen a las afanadas transeúntes que transitan a diario la
comercial avenida. Al no encontrar nada subieron al departamento de la vieja ubicado
a tres cuadras de la Clínica, exactamente en Santa Fe al 1632.
La búsqueda continuó en el atiborrado de fotos y
antigüedades semipiso. Movieron cada mueble, alfombra, escultura, lámpara. Lo revolcaron
todo. Mientras corrían cosas de aquí para allá Castrato lanzaba miradas de
sospecha a la mucama, quien tampoco entendía por qué tanto problema por un aro.
Cada tanto la médica tiraba un comentario ponzoñoso:“ Mhh, tantas veces ha
pasado eso de que se te que pierdan joyas, mamá. Y aquí sólo viven vos y la
mucama, así que…”, dejó abierta la frase.“En lugar de estar
descansando para acompañar a Juli y a Mauricio mañana, tengo que estar buscando
algo que yo no perdí ni agarré”, otro de los bocadillos que cada tanto lanzaba
Castrato en medio de la escena. Cosa que enfurecía más a Ana Laura y la hacía
pensar: “sólo porque tus amigos no ganen, voy a votar mañana, así sea por el
candidato más berreta”.
A eso de las 4 de la mañana el dichoso arito apareció bajo
una de las tantas cajas de zapatos que colecciona la vieja en su placard. “Aquí
está, aquí está- gritaba Castrato mientras saltaba- Yo sabía que estaba aquí,
mi viejo (que estaba muerto hace años) me estaba guiando, lo escuché, lo
eschuché”.
La hija y la madre se abrazaban y se besaban con júbilo. Las
otras dos integrantes de la escena, es decir, Ana Laura y la mucama, estaban
absortas ante tan extravagante suceso, incomprensible para dos personas de
diferente mentalidad.
Infractoras del
tránsito
Una vez concluyó la búsqueda, Ana Laura y su jefa iban de
regreso a casa por la autopista Panamerica, de pronto, un camión pasó a alta velocidad. Castrato, indignada, empezó a
perseguir al vehículo. “¿Qué haces?, ¿Sos maniático?, ¡Vas a matar a alguien!”,
gritaba la médica desde su ventanilla.
Así transcurrieron un par de kilómetros hasta que el camión
se desvió y la policía paro a las dos rubias que siguieron por la autopista. “¿Está
cargándome? ¿Por qué nos para a nosotras? ¿No vio el camionero que iba como
loco? Claro, para a los pagamos impuestos y no a los que se ponen en pedo y se
van a las rutas a matar gente, así funcionan las cosas en este país, ¡Es una
locura!”.
El policía se hizo el de los oídos sordos y le pidió a la
médica el DNI y la licencia de conducir. “Señora, no vi ningún camión, por lo
menos, por aquí no pasó. Si tiene la patente puedo avisar a mi compañeros”, le
dijo. “¿Cómo voy a tener la patente si estaba preocupada porque no matara a
alguien?”, replicó Castrato. “Señora, la paré porque estaba excediendo el
límite de velocidad y tenía la cabeza por fuera de la ventanilla, no puede
andar así en una autopista. Tengo que hacerle una multa”, contestó el policía.
“¡Cómo me va a multar si yo estaba haciendo un bien, este
loco se pasó semáforos, casi choco en cuatro ocasiones y por poco atropella a
una chica!, ¿Cierto, Ana?”. Ante la gran mentira Ana Laura quedó pasmada. No
sabía qué decir o qué hacer, sólo le salió musitar un “Sí”, impotente, sin
ganas.
“Ya mismo llamo a Mauricio y le cuento esta injusticia, es
ilógico”, gritaba desesperada la médica. “Señora ni Macri, ni Superman, ni
Batman ni Robin la pueden salvar de la multa. Cometió una infracción, tiene una
penalidad”. Concluyó el policía mientras terminaba de completar el documento.
Entre quejas y protestas regresaron a la estación de tren de
Vicente López, donde Ana Laura tomaría un taxi para regresar a su departamento,
al que se había mudado para estar más cerca del barrio de su jefa. Eran las 6
de la mañana. Al despedirse de su asistente, Castrato dijo “Bueno, Ana,
hubieras puesto un poco de onda así el policía no me hacía la multa. Mirá que
por poco llamo a Mauri en plena madrugada y todo por tu culpa”. Después de estas palabras, Ana Laura no pudo
hacer más que cerrar la puerta y despedirse. “Hasta luego, doctora. Qué
descanse”.
Posteriormente, Ana Laura se tomó un remis, entró en su departamento,
el 8G, y al rato sonó su celular. Era Nico, uno de los mejores amigos de Franco,
quien avisó que iban camino al sanatorio De los Olivos porque su amigo se había
lastimado una pierna en la fiesta.
Ana Laura pasó todo el día en el sanatorio haciendo los
trámites administrativos correspondientes y esperando a que dieran de alta del
esguince de su hijo. Cuando finalmente salieron del centro médico se dirigieron
a la mesa de votación donde sucedió el altercado con Clara.
“Bueno, eso fue lo que ocurrió. Ustedes me dirán si quieren
que vaya con ustedes a la comisaría o si me dejan ir a descansar a mi casa.
Sólo necesito eso después de la noche que tuve. Clara, sé que cometí un error y
le pido perdón”. Los dos policías y Clara quedaron perplejos, no sabía si reír
o llorar con Ana Laura.
Entre tanto, Franco se asoma por la ventanilla del auto y
les dice: “Doy fe de que su jefa está loca y le absorbe la vida, además miren
mi pierna, está vendada. Yo también tengo sueño, déjennos descansar”. Los
patrulleros dejaron ir a Ana Laura y finalmente ella pudo ir a descansar con su
hijo. Eso sí, sin haber podido votar contra la fórmula de Macri, Horacio
Rodríguez Larreta, quien fue el candidato que obtuvo más del 45% de los votos
ese 5 de julio.