Lauren Marx's - Atrofhying Animal Universe. Yuxtapoz Magazine. |
Tres cosas cambiaron mi normalidad este día. Una fue la picadura de un mosquito podrido en una pierna que me causó una herida que supuró todo el tiempo un desagradable líquido amarillo obligándome a limpiarla cada rato (un asco). La segunda fue que no encontré mis tradicionales polvos (de maquillaje, aclaro porque la palabra es usada en la jerga popular para designar otro tipo de sustancias, viscosas para ser más exacta). La tercera y más grave de todas es que mi jefa regresó después de una estancia de un mes en Estados Unidos, por supuesto llegó a inspeccionar el trabajo que desempeñamos sus únicas y exclusivas tres esclavas permanentes.
Las primeras dos situaciones aunque simples y cotidianas fueron suficientes para hacerme sentir un espanto a nivel físico, es decir me veía fea en el espejo, en las vidrieras que encontré camino al parque, en cualquier objeto que tuviera un reflejo lucía pavorosa.
Pensé en varias razones para explicar mi estado: No había descansado bien estos días pensando y llevando cabo el incansable e ingrato "gran proyecto" de cumplir mis objetivos propuestos para el 2015 (entre los que están encontrar un trabajo estable acorde con mi carrera, que amo, sépanlo, la amo porque me hace feliz sentir esa adrenalina de plasmar una genialidad o estupidez en el papel que deba quedar perfecta a pesar de escribirla a contrarreloj; iniciar una maestría y la última y más importante: dejar de ser tan pendeja, inmadura, impaciente, loca y empezar a ser adulta de una vez por todas).
Puede que el hecho de decir "me siento fea" suene rídiculo (más para los hombres) pero es una cosa verídica, hay días en que nosotras no nos sentimos igual. Vernos al espejo es un drama porque uno se ve gordo, desproporcionado, algo así como la versión femenina de Quasimodo. De hecho Fiona, la novia de Shrek, es Miss Universo a nuestro lado.
La que está en el cristal es la misma, sin embargo, hay algo que no cuadra, que está deforme, fuera de lugar, como con una manchita negra sobre la foto, una porquería que te percude la cara y nada de lo que hagas te hace lucir bien; ni siquiera un kilo de maquillaje (ojo, eso lo disimula un poco pero adentro sigue existiendo ese ser hediondo).
Cuando me vestí cambié tres veces de vestido. Intenté ponerme un pantalón pero fue más frustrante porque aquí en mí casa tenía el aire acondicionado a toda marcha y el clima estaba perfecto, pero afuera era un infierno, el termómetro de Clarín me avisaba que hacía 30 grados, me dio por acercarme a la ventana y tenía baho; después me asomé y entró una oleada húmeda y pegajosa de calor, no, miento, era peor, como la versión maligna y diabólica del calor. Entonces descartado pantalón.
Me dirigí de nuevo al espejo y aparece otra vez la tía gorda de Gasparín. Me digo: "Hello, disaster girl". Miro la hora y me vuelvo a ver mientras afirmo (en la mente, porque si digo que hablo sola me tildan de loca): "Ay Dios, voy a llegar tarde y si me demoro un segundo puedo caer en la horca, literal. Ya amenazó a Francisca, yo no puedo caer entre su círculo de empleadas más odiadas. No puedo ascender del tercer puesto al primero".
Para complicar más la escena mi imperfecto y angustiado ser evoca que en la noche se va a reunir con una persona que le va a dar su posible siguiente tema para escribir en el diario, de manera que debo ir más decente aún. De pronto llega una revelación muy tarada que me perturba en mayor medida, se trata de aquellas palabras de Mirta Legrand (una diva argentina de muy muy avanzada edad): "Como te ven te tratan. si te ven mal te maltratan". Pienso: "es increíble que me deje afectar por los dichos de esta vieja".
Parada en medio de un melodrama que yo misma había creado y estaba protanigonizando tan bien (tanto que habría podido ganarme un Óscar de lo trágica y desaforada que estaba siendo), una vocecilla minúscula decía a lo lejos "Esto es lo que hay, respira hondo y sigue". Algo se activó, le di un click a un botón borroso que se escondía en lo más profundo de mi cerebro y en cuestión de instantes me vestí, saqué la tarta que tenía calentando en el horno y me senté a hablar un rato por Skype con mi mamá.
Le conté a la viejis (así le digo) lo que me pasaba, y ella, tan amorosa como siempre, me aseguró que me veía como una princesa y yo, sintiéndome como Celia Cruz con esos polvos oscuros que había comprado por equivocación, le agradecí, pero pensaba para mis adentros "Ella nunca me va a decir que estoy fea, es mi mamá".
Proseguí con mi faena matutina, fea y todo me enfrenté a la calle. Parecía que todo confluyó para desmentir mi sensanción de horrorosidad. Uno: a la salida me encontré con unos albañiles que arreglaban la acera (verada) quienes, por supuesto, como buen albañil me piroperon. Dos: me monté al colectivo y el conductor no me cobró $3.25 sino $0.05 (eso, en el lenguaje de colectivero significa que eres bonita). Tres: a mi lado se sentó una señora muy pero muy gordita y, me da pena decirlo, pero parecía un tipo. Pensé: "tan fatal no soy".
A lo largo de la tarde otras cosas pasaron, cosas que hicieron que la percepción se diluyera. Por ejemplo: mi jefa me jodió tanto que mi malestar se transformó en fastidio por ella y contra ella. Otra cosa: la persona con la que me encontré en la noche me tiró un datazo que me encantaría investigar.
Me voy a atrever a decir que lo que me ocurría era algo interior, sí, tenía una incomodidad que se fue revelando de a poco y cuando la saqué a flote, lloré e hice mi catársis en esta hoja todo fue claro: lo que te ocurra a nivel profundo se va a reflejar en tu exterior. Expusarlo, vomitarlo, desterrarlo es la mejor forma de tornar la infelicidad en paz, puede que nada cambie, pero al menos estas siendo honesta y sincera contigo y de eso depende tu tranquilidad y la alegría. He dicho.