lunes, 28 de marzo de 2016

Diario de mi cáncer: Volver

Cineplex.com
A Stefanía y Trina.

"Si quiere recorrer por lo menos un cuarto de los Bosques de Palermo tenemos que salir temprano". Le grité a Stefanía desde la cama. Así le hablo a ella, como nos hablamos en Cúcuta, de usted, fuerte, sincero pero en el fondo cariñoso. La Nalga (como le llamo a esta hermana del alma que es mi amiga desde la primaria) había llegado un día atrás, apareció a las 4 de la mañana del sábado 12 de marzo con esa simpatía y peculiaridad que la caracteriza y con una almohada de un gato.

-Mira lo que te traje, Nalguiiiii.

Yo estaba súper dormida, había tenido la segunda quimio dos días atrás, la que me dejó con bajón de defensas. Ella quería hablar y hablar, yo apenas podía sostener la mirada, quería contarme lo fascinada que estaba tras compartir con sus amigos de la "secta amor"  en Bogotá  (así llamo al grupo de superación al que asiste, no de modo displicente o burlón, sé que la ha cambiado y le ha hecho bien, pero tengo que ponerle un nombre) y de pasar unos días en Brasil con su novio.

-Nalgs, mañana hablamos. Me caigo de sueño.

Ese día nos levantamos muy tarde, y bueno, había que ponernos al día porque la última vez que nos vimos en vivo y en directo fue el año pasado, aunque en realidad no había tanto de que contar porque siempre nos mantenemos en contacto, sin embargo, lo que me está pasando con la enfermedad, tenía que contárselo de nuevo con pelos y señales, como decimos en Cúcuta. Después de una larga charla me dijo:

-Te veo muy tranquila, si me pasara lo que a ti, estaría que me mataba.

- Ja, esta paz es mi secreto mejor guardado. Es mi volver al origen.

Se quedó con cara de ¿WTF?

Y se puso a hacer su tarea de la secta amor. En el que supuestamente se iba a demorar 20 minutos que se convirtieron en 2 horas.

-Nalgui, no vamos a alcanzar a ver todo lo que quieres, dale.

- Ya voy, estoy terminando el documento.

-¿Para la "secta del amor"?

- Sí, pero no se llama así.

Risa sarcástica.

- Na na na na na na na na na na, ¡líder!, !líder!,¡líder!

Mientras la Nalga terminaba su edicto de la superación yo me me quedé viendo una película que me encanta, en realidad me gusta más el libro, "Comer, rezar y amar", el cual leí por recomendación de mi mamá hace 5 años cuando estaba experimentando, no quiero decirle una crisis, sino una necesidad de cambio extremo en mi vida.

Aunque siempre que un texto es llevado al cine deja de lado detalles valiosos, creo que la esencia de lo que quería expresar Elizabeth Gilberth con su historia de vida fue captada por Ryan Murphy, su director, o al menos el mensaje que yo necesitaba recordar ese día se reveló en el momento indicado: Puedes viajar hasta el lugar más recóndito del mundo para buscar a Dios o esa razón de la vida, sin embargo, él no se esconde en un majestuoso templo de la India, o en una selva exótica de Bali o en la cima del Everest, Él, ese origen, calma y fuente de todo, está dentro de ti, para encontrarlo sólo debes amansar ese caos que es tu cabeza y escucharlo así te revelará eso que tanto busca la gente, ese fin último de la vida que es el amor.

"Por lo único que vale la pena perder el equilibrio es el amor", le dijo su Guru a Elizabeth (Julia Roberts en la película). Ese mensaje se me quedó entre ceja y ceja, entre neurona y neurona, entre la garganta, el pecho, el estómago y luego estalló como una bomba con cientos de mariposas que colmaron todo mi ser. ¡Qué paz trae el amor! pero no el amor celoso, posesivo, nervioso, inquieto y desconfiado sino el amor real, ese que te permite soltarlo todo y dejarlo ser.

La idea de salir temprano a pasear con la Nalga y mi mamá fue un fiasco total. Eran las 4 de la tarde cuando pisamos la vereda sin almorzar y Stefanía quería conocer media Buenos Aires en un día, sin percatarse que las distancias en esta, como en cualquier otra capital del mundo, son enormes e inabarcables en pocas horas. así que le dije que eligiera a dónde ir.

-Mercadillo de San Telmo.

- Bueno.

Estaba un poco cansada pero ver la cara de fascinación de mi Nalgui era combustible perfecto para hacer ese típico y obligado paseo dominguero para ver "chucherías" (así lo denominó oficialmente mi papá en su visita el año pasado). Recorrimos la empedrada calle Defensa con sus iglesias, puesticos repletos de porcelanas, antigüedades, ropa, artesanías y cuanta cosa necesariamente innecesaria pueda imaginarse.

Ella estaba feliz. Iba y venía por entre los turistas, compraba, regateaba, hacía un extraño acento argentino que terminaba saliéndole venezolano. Yo sólo la miraba y disfrutaba del momento, de poder compartir ese domingo con ella y mi mamá, de poder estar parada ahí, de que mi cuerpo resistiera el olor a choripán, incienso y palosanto, los ruidos, el gentío.

-Por fin. - pensé- Ya puedo disfrutar de las cosas como están, como son, sin necesidad de controlar nada más que mis sentimientos y sentidos para que se queden y aprecien en el momento. ¡Es esto!

A eso se refería Laura, mi nueva psicóloga, esa que me mira sorprendida mientras hablo como cotorra.

- ¿Ahora entendés lo que es soltar, Ale?.

Me dijo la última vez que me vio.

"La felicidá"

Cada momento con Stefa fue frenético, en pocos días quería comerse esta ciudad que desde el principio le pareció cautivadora. Me hizo acordar de la primera vez que vine a Buenos Aires y me enamoré de ese no sé qué de esta ciudad, tal vez el mismo que describe Sábato en Sobre héroes y tumbas. Sus calles, edificios, su sensibilidad, el arte, su espíritu fuerte que te atrae, te impacta, te enamora, el mismo que te hace odiarla y amarla.

- Me gustaría vivir aquí.

- A mí me pasó lo mismo. Yo que como tu había viajado tanto, la conocí y fue amor a primera vista. Eso sí atente a las condiciones que te va a poner para quedarte y a que te transforme, nunca lo hace suavemente.

Vimos la Plaza de Mayo, Puerto Madero, El Obelisco, la avenida Corrientes, San Telmo durante el fin de semana, recordé la historia de cada lugar a la perfección. Salimos a comer y a divertirnos algunas noches y otras sólo nos tiramos en el sofá a recordar anécdotas de la infancia. Mi mamá también le sirvió de guía y compañía cuando yo debía trabajar.

- Nalgui, pero tu no deberías estar trabajando con la enfermedad.

- Quiero hacerlo, no me gusta sentirme inútil. Mientras pueda volar lo haré, si no correré, si me canso caminaré y si debo trabajar incluso desde la cama, también le pondré toda la energía.

-No sé cómo lo haces.

- Yo sí, por amor. Verte feliz me hace feliz, al yo estar alegre todo mi entorno se colorea, por mucha tormenta y gris que haya.

Días divinos en que me di cuenta de lo mucho que me ha enseñado esta ciudad y de que este Volver del que hablo también significa encontrar el punto de equilibrio entre la Alejandra colombiana y la Alejandra que ahora vive en Argentina. Es haber dejado el enfado por estar enferma, dejar de culpar a los demás por lo que me pasa y hacerme cargo de las sombras, de los colores, los defectos y virtudes que hay en mí, significa aprender a disfrutarlos, comprender el dolor, lo pesado y lo ligero, lo que es importante y lo que no, lo que viene y va,  la dicha de que salga el sol y la necesidad de la lluvia, de la alegría y la tristeza, y de encontrar incluso paz en la incertidumbre, porque hay algo más allá que todo lo puede y es principio, causa y efecto de lo que pasa en este pequeño planeta del universo: DIOS, el mismo amor, el OM, el Alfa y Omega o simplemente el creador y arquitecto de lo que vemos a nuestro alrededor y está en nosotros mismos. Entonces ¿Para qué preocuparse? ya todo está dado. Hay un destino para cada cual y en nosotros está vivirlo a los golpes, puteadas y con sentimientos desparramados, o con serenidad, sabiduría y respeto.



    

sábado, 19 de marzo de 2016

Diario de mi cáncer: Yo soy...


Y un buen día, al estilo de Forrest Gump cuando dejó de llover mientras combatía en Vietnam, cesaron las lágrimas. No sé si se acabaron las reservas de agua salada en mi organismo o si simplemente cumplí con ese ciclo, creo que la opción más acertada es la segunda. Dejé de llorar y perdoné, lo que fue un gran alivio para mi corazón y mi alma. Ahora estoy mucho más fuerte y clara, ya era momento de pasar a otra etapa en la que, considero, debo amigarme y reconciliarme con alguien muy cercana pero a la vez lejana a mí, yo misma.

La segunda quimioterapia fue el  miércoles 9 de marzo. La noche anterior no pude dormir nada, daba vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, así que me levanté y me preparé un te con unas gotas de valeriana, de esas bebidas mágicas que te knockean. Me senté callada en la sala y le di play a un audio que me había enviado mi prima Mafe, quien a sus cortos veinti tantos tiene muy desarrollada su alma, herramienta indispensable para comprender y enfrentarse mejor al mundo, no como un desalmado combatiente que ataca a diestra y siniestra sino como un guerrero de luz, aquel que penetra lo más profundo de los seres, entiende y ama a sí mismo y a los demás.

En el archivo una chica muy joven hablaba acerca de la maternidad, pero no de la tradicional figura madre hijo sino de ésta entendida como la capacidad de salirse de la burbuja propia y ponerse en los zapatos de los demás, es decir, olvidarse un momento del dolor, la molestia, la ira, la rabia, la angustia o lo que sea que lo agobia a uno y fijarse en que el otro también tiene cargas. En pocas palabras, la chica decía: Mijo, deje el egoísmo y de victimizarse que usted no es el centro del mundo, aquí todos tenemos problemas. Con esta idea me fui a dormir. Pude hilar un par de sueños.

A las 7.30 sonó el despertador, tenía tanto sueño, pero era el segundo gran día, había que extraer más fuerza del tanque y levantarme. Al cabo de media hora estaba lista, incluso le hice el desayuno a mi mamá. Llegamos al Fleming y, tras los exámenes de rutina y el acostumbrado desayuno (del que ya no banco las media lunas, como a muchas otras cosas), me llegó la hora de la segunda quimio.

Casi a las 11, Antonio, un enfermero que por su tono, razgos y alegría de seguro es del norte argentino, me llamó:

- Señorita Vanegas, ¿cómo estamos hoy?

-Bien, menos nerviosa.

- Entonces nos va a ir mejor.

Esta vez había muchas mujeres practicándose el tratamiento, lo cual me hizo sentirme más tranquila y compenetrada con el lugar.Qué casualidad, un día después del día de la mujer y había sólo chicas. Pensé.

Me senté en mi trono de quimio y me estiré a mis anchas, lo hice una cama. Al cabo de unos minutos llegó Antonio con su carrito de curaciones.

- ¿Usted está comiendo bien, señorita?

-Sí, lo que "más" puedo.

- Se nota que se cuida mucho.

- Me cuido, pero tampoco tanto. Estos días, o mejor, meses, he tenido poco apetito.

- Bueno, va a tener que comer más, tiene las defensas muy bajas, por poco no podemos hacer el tratamiento. ¿Se ha puesto todos los medicamentos?

- ¿Los que cuestan lo mismo que un indulto por los pecados?

Carcajadas.

- Los mismos.

- Qué cara es la salud ¿ah? No, nadie me explicó sobre un tal Neutromax para las defensas, supongo que estoy así por la falta de ese medicamento.

- ¿No te dimos la charla introductoria?

- No, de hecho la doctora Vitriu (mi hematóloga de cabecera, la que sigue y dirige todo el proceso) me preguntó lo mismo, ni ella ni nadie me explicó lo de los medicamentos extra ni los cuidados que debo tener en casa. La primera quimio me deprimió mal.

- Te pido disculpas, seguramente se nos pasó. En un rato viene la doctora Constanza para hablarte sobre el proceso, la comida y demás, luego yo complementaré sus indicaciones.

- Pequeño error ¿no Antonio?  me pusiste a padecer la semana pasada.

- Perdoname. Sonrío y se puso la mano en el corazón.

- Y bueno, de las equivocaciones se aprende, no hay otro método más efectivo. Ya nos vamos acomodando y entendiendo todo esto.

 - Bien pensado, señorita.

- Tuviste suerte, Antonio, en otro momento hubiera usado las jeringas como dardos y tu serías el blanco.

- ¡Qué suerte, me salvé!

Luego de nuestra conversación vino el "pinchacito" en la teta con el posterior desfile de químicos por mi cuerpo.

¡Estás haciendo todo mal!

A pesar del sueño que producen los corticoides que me infiltran no pude dormir porque entró la médica a darme las indicaciones y para mi sorpresa todo lo que había hecho después de la primera quimio era erróneo. Comí comida cruda y todo debe ser cocido, me expuse a ambientes cerrados con gente (como el cine) posterior al tratamiento, tampoco me dieron las pastillas para controlar los síntomas secundarios al procedimiento como las náuseas, el dolor de cabeza y lo peor, los ataques de pánico que, por fortuna, no terminaron por enloquecerme.

 El sermón médico me hizo tranquilizarme.

- Esta vez no la voy a pasar tan mal.

Y así fue, emocionalmente estuve mejor. Cambié las lágrimas por oraciones, lecturas, mantras, meditación, música, música, música, conversaciones y chats con amigos y familiares. El punto de quiebre fue al segundo día de la quimio, si al hacer el tratamiento tenía las defensas bajas, ahora se arrastraban por el piso. El viernes no pude levantarme de la cama. Fue la primera vez en toda mi vida que noté debilidad en mi cuerpo, me percaté de sus límites.

En cama recordaba lo que había sido la rutina los dos años anteriores: tres trabajos, la casa, la universidad, el programa de radio, yoga, el running, la meditación, los viajes. Era demasiado pero eran las cosas que me gustaba y me gusta hacer. Ojalá pronto pueda acomodarme a todo esto y volver al ruedo, es sólo un momento de desintoxicación, de transformación, de soltar, de perdonar, de aprender a valorar y a amarme tal como soy, pensé.

Restaurando el templo

Muchas culturas y religiones, como la veda y algunas otras orientales, consideran al cuerpo como un templo, como algo divino porque dicen que hay un pedacito de Dios en cada uno de nosotros, entonces es necesario preservarlo como el regalo más preciado. Ahora que estoy enferma me doy cuenta que es cierto, el cuerpo es lo que te hace existir, el que te permite ser reconocido, movilizarte, relacionarte, distinguirte, es el ser en el mundo material.

Esta situación me ha hecho valorar la rutina deportiva y espiritual que tenía. Ahora las palabras de Akrura, mi profesor de yoga y monje del templo Vaishnava, ese sermón de todos los miércoles en el que repetía una y otra vez que la mente es el reflejo del cuerpo son claras y precisas. Mierda, qué cantidad de sentimientos asquerosos y odiosos me di el lujo de albergar, ahora a desintoxicarse, mija.

Soy de las fanáticas que se miran permanente al espejo, lo reconozco, antes de que empezara todo esto del cáncer lo hacía por una cuestión de vanidad, de ver qué tan caído tenía el culo, si los treinta y la gravedad ya había hecho efecto en mis tetas, si tenía la panza hinchada, de hecho contaba meticulosamente cuántos pocitos de celulitis tenía. Una banalidad infame.

Ahora lo sigo haciendo pero con una consciencia diferente, con una percepción un poquito más profunda. Cada semana me someto a que me pinchen los brazos y la teta, a que me examinen, tomo varios medicamentos y la verdad me parece increíble cómo reacciona mi organismo, cómo una sustancia que tiene como objetivo destruir, o mejor, reconvertir células malignas en benignas, tiene también la capacidad de hacerlo no sólo por una sola unidad sino por la complejidad de los tejidos y sistemas, e incluso puede llegar a conmover la mente y esta, a su vez, movilizar el espíritu a una metamorfósis.

Por estos días me paro frente al espejo, observo mis brazos y me percato de lo rápido que se reconstituye la piel después de un pinchazo, cómo un intruso como es el portacat (cateter donde me pasan la quimioterapia) lleva de modo tan perfecto los químicos que están curándome a cada zona.

Síndrome Samsa

Cuando me infiltran la quimioterapia me siento como Gregorio Samsa. Me acuesto en el sillón y al cabo de dos horas me convierto en un insecto, pero no soy una cucharacha desagradable, soy más bien una mariposa que hace un proceso invertido. Regresa a su estado de oruga y se encierra en su capullo y ahí encerrada comienzo a meditar, a purgar y transformarme.  

Acostada en cama y toda cubierta por una seda me imagino que hay una batalla dentro de mí. Entran los soldaditos Adriamicina, Bleomicina, Vinblastina y Dacarbacina mejor conocidos como (ABVD), acompañados de otros guerreros divinos a quienes les he confiado esta valiosa misión de curarme. Todos van armados, no de pistolas o espadas sino de luz, van directo a atacar la porquería que está ubicada cerca del corazón y la garganta (qué ironía, justo ahí); desatan una guerra en la que, gracias a los rezos y buenos deseos de la gente que me quiere, han ido acabando con ese ejército negro.

Creo que si uno ama, protege, respeta y es consciente su salud, de este organismo tan maravilloso pero a la vez tan limitado, puede trabajar el primer nivel y más importante, el espiritual, pero para llegar a éste, es necesario reconocerse y aceptarse con luz y sombras.

Confesión

Hola, soy Alejandra Vanegas Cabrera. Nací el 1 de noviembre de 1983 en Cúcuta (Colombia) una ciudad a 10 kilómetros de la frontera nororiental con Venezuela; allí crecí y viví hasta los 16 años. Fui una niña bastante consentida, la primogénita en las dos familias, nunca me faltaron los regalos, el amor y por fortuna, el dinero. Mi papá y mi mamá eran muy jóvenes cuando me tuvieron, tenían veinte y monedas cuando nací.

Para ellos fue todo un desafío formar esta incipiente familia, eran unos chicos todavía, aún así le pusieron todo el empeño. Mi mamá era empleada del Banco de la República (institución emisora de régimen mixto) y estaba cursando una carrera técnica de administración. Mi papá era estudiante de administración de empresas, pero a los meses de haber nacido yo, tuvo que dejar el aula y salir a vender seguros, un mercado poco prometedor en aquella época pues el bolívar (moneda venezolana) se había desplomado situación que ocasionó que los comerciantes cucuteños entraran en crisis económica.

A pleno sol de treinta y pico de grados Julián, mi papá, salía todos los días a vender esas todavía enigmáticas pólizas que aseguraban el futuro de quienes las adquirían. Cuenta Trina, mi mamá, que a veces era tanto lo que caminaba que sus zapatos se rompían, aún así seguía constante, se levantaba una y otra vez antes de que algo le faltara a su recién nacida princesa.

Pasaron los años y de una habitación nos fuimos a una casa donde mi abuela paterna Isabelita tenía su laboratorio. Medio predio estaba dedicado a la prestar servicios de salud bacteriólogica y el otro medio lo habitaba nuestra  creciente familia, mi mamá quedó embarazada de Isa, mi hermana.

A los pocos años dejamos el laboratorio, la pujante empresa de mi papá ya dio para comprar una casa, luego un departamento en uno de las zonas más cotizadas de Cúcuta. Mi hermana y yo entramos a estudiar a uno de los colegios católicos más caros de la ciudad, crecimos entre clases de música, inglés, viajes, arte, fiestas, fue una infancia bienaventurada gracias a los sacrificios de mis padres.

Mi familia es muy católica, no radical, más bien de esas que sagradamente va a misa los fines de semana. Tampoco faltaba nunca al almuerzo dominical de uno de los clubs sociales más prestigiosos de la ciudad. Isa y yo íbamos vestidas como princesas a la misa y al club. Así como era sagrada la misa y el banquete, eran sacros los comentarios entre las mesas, que luego se comentaban en las oficinas y posteriormente el viento los llevaba a cada rincón de la ciudad. Pueblo chico infierno grande, nadie se escapaba de ser presa.

Siempre traté de estar alejada de ese endiosamiento del chisme, de la banalidad, de la estructura de las reglas sociales. Las rompí una y otra vez cuando fui adolescente. Siempre pensé que la vida era mucho más que sentarme con un vestido caro y cara de poker en una mesa frente a un plato que ni la mitad de la ciudad podía pronunciar (o comprar) por ser su nombre extranjero; detestaba además esa hipocresía, la frivolidad. En cambio valoraba y continúa encantándome la sinceridad, la espontaneidad, la nobleza  y lo colorido de lo popular, de la gente humilde.

Me negué a la idea de una fiesta de quince, lo veía como un gasto innecesario y ridículo. La moda era entonces irse a estudiar a otro país, ante mi rebeldía y un amor frenético con un chico mis papás eligieron mandarme de intercambio antes de terminar el colegio, yo en respuesta elegí el país más lejano y más raro. Así fue como un 24 de agosto del 2000 viajé a Budapest, donde viví un año y conocí el frenesí de la libertad, viajé sin visa por varios países con un par de amigas, estudié, me enamoré, en Florencia fui a la final de la liga Italiana de fútbol sin entender un bledo de ese deporte, en Viena vi a Alanis Morrissette, recorrí Hungría de norte a sur, de oriente a occidente, comí hasta reventar, amé a mi host familiy, las hice parte de mi historia y de cuerpo años más tarde con un tatuaje que dice: Álmodj, bízz, szeress (Sueña, confía, ama).

Llegué a Colombia y ya tenía que elegir una carrera, no seleccioné la que yo prefería sino intenté seguir la tradición familiar, el derecho. Entré a la mejor facultad de derecho de Colombia, estudié dos años y llegué a odiarlo tanto que entré en pánico y claudiqué con más del 60% de las materias desaprobadas. Mis papás, que estaban separados por aquella época, me castigaron por un año que pasé al lado de mi mamá y de mi tía Lala en una casa en las afueras de Cúcuta, fue un retiro, uno de tipo festivo. Cada domingo de ese 2004 mi papá me buscaba en su moto para desafiar la velocidad en las curvas de las carreteras de la cordillera. Elixir divino de ese exilio.

En 2005 llegué de nuevo a Bogotá y desafié a mi papá (quien odiaba a los periodistas) e inicié comunicación social y periodismo en la misma universidad, la de los masones, el Externado. En menos de lo que pensé se pasó la carrera y cuando me di cuenta ya estaba trabajando en la redacción del diario más importante de Colombia El Tiempo, luego pasé a El Espectador, hermano mayor y rebelde, estaba en mi salsa. Amé a ese diario al punto de darle mis días, mis noches y madrugadas. Viajé, escribí, investigué, me disfruté la vida profesional como nada. En 2012, decidí extender las alas y saltar al vacío, vine a Argentina llamada por el corazón. Acá estoy amándola y pidiéndole cada día que me trate suavemente, pero de eso nadie aprende, me caigo y me paro, vuelvo y caigo y me vuelvo a levantar y seguiré levantando cuantas veces sea necesario, "porque ya no camino, vuelo".

Así soy, un ser con sobras y luz, una mujer dulce que se derrite en los brazos de quien la ama, apasionada por el trabajo, paciente pero con carácter, incisiva, inquisitiva, cálida hasta que quema, una explosión de sentimientos (lloro, río y me enojo, todo en un mismo día o incluso en una misma hora), perseverante ante sus metas, incansable, inquieta, arriesgada al punto de dejarlo todo por cumplir sus sueños, tan sincera al punto de ser imprudente. Adoro la buena compañía, una conversación perspicaz, una bebida exquisita, una melodía que me haga vibrar y un amor agudo que me seduzca hasta perder la cabeza.







lunes, 7 de marzo de 2016

Diario de mi cáncer: Cambiar el chip


Miércoles 2 de Marzo, segundo día del mes y semana posterior a la primera quimioterapia que me dejó como un extractor de olores, de cama y con una depresión profunda por todo por el cáncer, por mí forma de ser, por las cosas que he hecho y que no, por afrontar una separación en medio de la enfermedad, porque sí y porque no. Lloré en todos lados, en el trabajo, mientras paseaba con mi mamá, en el parque, en el cine, cuando fui al baño del depto de unos amigos a los que fuimos a visitar, frente a la compu, en la cama, lloré, lloré y lloré como buena Magdalena y para seguir con la rutina, ese día me levanté llorando. No sé de dónde me salen tantas lágrimas.

Dos días antes, el domingo 28 de febrero, ante el desespero de mi mamá de verme tan triste y continuando con la ronda de sanación religiosa, decidí escribirle un mail a un cura de Ezpeleta (barrio del área metropolitana, muy lejos de Buenos Aires) de quien se dice que hace milagros. Le conté lo que me estaba pasando, básicamente  que tenía cáncer y que mi vida es un caos con mi familia y en mi casa. Dos días después (martes 1 de marzo) cae el mail en mi bandeja de entrada, el padre Adolfo Bertinelli me  había respondido; me mandó el evangelio de ese día (que hablaba del perdón) y me escribió un par de líneas cuestionándome ¿Y vos qué has hecho para perdonarlos?

Le conté a mi mamá acerca de la respuesta del padre y decidimos ir ese mismo miércoles (2 de marzo, el día en que me levanté llorando) a la misa de liberación. Después de tomar dos subtes, un tren y un colectivo llegamos a Ezpeleta, un barrio modesto y organizado del sudoeste del Gran Buenos Aires. La iglesia era pequeña, blanca y estaba cubierta por un techo de lata, como para que los inclementes sol y lluvia no la estropearan.

En la entrada había varios vendedores de santos, agua bendita y souvenirs. Al ingresar me quedé viendo a uno de los comerciantes y él también clavó la mirada en mí. Me parecía conocido, el hombre sólo me sonrió y nosotras seguimos derecho. Habíamos llegado una hora antes pero ya había algunas personas en el templo cantando y alabando a Dios con las manos. Nos sentamos y mi mamá me dijo que rezaramos el rosario. Recé mientras se me escurrían las lágrimas.

Antes de empezar la misa  Bertinelli sacó la custodia (la cruz donde se pone la ostia. Yo tampoco sabía el nombre, mi mamá me lo dijo) y comenzó a pegarle (literal) a la gente con la placa de metal como castigándolos. Yo veía que había quienes se caían de rodillas, otros quedaban sentados, algunos incluso se desmayaban en el piso. Nunca había visto una cosa así. Cuando nos llegó la hora mi mamá y yo, todavía incrédulas de aquel "show", nos resistimos a caer. El padre empezó a darle a mi mamá con la cruz hasta que sucumbió, a mí me tocó fuerte dos veces en la cabeza y me empezó a doler inexplicablemente y, por supuesto, me hizo llorar más. Luego de castigarme con su cruz el cura se quedó viéndome y me dijo: Perdona, Jesucristo es el Señor y me mostró el crucifijo que colgaba en el centro de la iglesia.

Durante la misa siguió hablando de perdón, al final el cura continuó imponiéndole manos a la gente. El caso que más me impresionó fue el de una mujer que estaba sentada en primera fila, al principio de la Eucarístía estaba muy feliz pues cuando el padre la tocó con la cruz se desvaneció, pero habiendo concluido la ceremonia la mujer corría por la iglesia evadiendo al padre, quien la perseguía y le gritaba: ¡Fuera demonio!

Terminó todo y yo seguía llorando más que nunca. Todo el viaje en colectivo lloré, llegamos a Quilmes, nos montamos al tren y seguía llorando, cambiamos al subte en la estación de Constitución y continuaba en la misma tónica. No sé qué me pasaba sólo lloraba y lloraba, pero era un llanto raro porque no se me hinchaban los ojos ni me ponía roja, sólo se me escurrían las lágrimas incontenible, inconsolable, atormentada y desesperadamente.

Llegamos a casa y continuaba llorando, en eso llamó mi tía Marta (mi segunda mamá) y le dije que no entendía qué me pasaba, que me había hecho mal haber ido allá, que me daba miedo seguir rezando porque era muy fuerte mí. ¡Que le tenía miedo a DIOS!

Y sí, había sido una experiencia tan magnánima que no podía soportarla, seguí llorando hasta que me quedé dormida. Al día siguiente me fui a trabajar, estaba perfecta, lúcida, más fuerte, tranquila. A las 2 de la tarde estaba en la clínica (uno de mis tantos trabajos) y le conté a Francisca, mi paraguaya favorita, lo ocurrido:

-Ale, no te vayas más a esos lugares, te está haciendo mal, vos no estás acostumbrada.

-Sí, Fran, creo que esto me supera.

Al final de la tarde y después de unos mates que compartí con mis compañeros algo me convenció que debía cambiar el chip, es decir, yo debía dejar de acusar a los demás y ponerme en sus zapatos. Sí, en el puesto de aquellos de quienes yo sentía o creía que me habían hecho daño.

Me tomó dos días, varias conversaciones y postradas de rodillas poder bajar la cabeza e iniciar este ciclo. Al primero que le escribí fue a Patricio. En realidad esta carta se la envié una semana después que dejó el departamento, creo que ese momento fue una premonición de lo que vendría. En ella van a leer un mensaje totalmente diferente a lo que he escrito, en estas líneas yo asumo mi parte de la culpa.

Patricio,

Sé que es tarde ahora, sé que de nada sirve, sé ya no crees nada, sé que diste mucho e hiciste demasiado y consideras que fue en vano, sé todo y comprendo todo.  Después de reflexionar, de estar retirada de todo, de darle un vistazo al panorama lo más imparcial que puedo quiero pedirte perdón.

Perdón por cada escena, por cada insulto, por cada palabra incoscientemente dicha, por los momentos fuera de mí, los momentos en los que no veía bien, en los que de modo egoísta te culpé, te herí, con mis palabras y mis actos. Perdón por no darme cuenta de lo mucho que me adorabas aunque no lo dijeras y no lo expresaras como yo quería. Ahora, comprendo que fui injusta, egoísta, dañina, venenosa. Desafortunadamente ahora cuando ya no estás y en este destierro que yo misma busqué comprendo que fuiste mucho, lo fuiste todo. Ahora es que me doy cuenta de mis errores, de mi falta de consideración, de mi resentimiento y odio desmedido cuando tu sólo querías ayudar y darme todo lo que estaba a tu alcance.

Perdón por juzgarte y por culparte de esta enfermedad que sólo la recibí por mis propias culpas, por mis desaciertos, por mi ira, por mi falta de comprensión para con los otros, y dentro de ellos otros tu.

Me siento culpable y terriblemente dolorida porque estás intranquilo, ansioso, triste, porque deambulas sin rumbo.Me siento impotente y sé que las palabras no bastan para reparar tanto daño, tanto empeño que le pusiste a esta pequeña familia que tuvimos y que desde el primer día te cargaste al hombro con tanto amor, a la que dedicaste cada minuto de tu existencia. Tienes razón, nunca fue suficiente para mí, siempre le presté atención al medio vaso sin llenar, fui injusta. No fui capaz de comprender lo que eres, lo que hacías.

Te culpé de mis errores y fui despiadada contigo aún cuando me llegó esta enfermedad no supe sostenerte, entender que a ti también te dolía, te afectaba y que hacías hasta lo imposible para que yo estuviera mejor. No lo supe ver y como una cobarde te desterré de mi vida.

Ahora que no me queda más que la tristeza de tu partida. Lo añoro todo, tus sonrisas, tus besos, tus silencios, tus enojos, tu rabia, tu olor, ese energía hermosa que mueve montañas, esa brutalidad y fortaleza con la que enfrentas la vida, esa vida que tantas veces ha sido tan injusta contigo, y yo, conociéndola como la conozco, tuve el atrevimiento de convertirme en una carga más, en una tachuela más.

Tengo y tendré tiempo de sobra para pagar esto, para llorarte, para amarte y extrañarte.

Me diste una gran lección que nunca olvidaré: que el amor es real, que el amor todo lo puede, pero que en su mismo nombre no es posible perderse.

Perdón.

Alejandra

También hubo mensajes para mis familiares, amigos y demás personas (no menos valiosas) que habían pasado por mi vida, a muchos a quienes amé y con quienes tenía una deuda pendiente.

No publico esta carta para convencer a nadie de que regrese, de que estoy arrepentida o para dar lástima, es simplemente una necesidad que me nace, una forma más de decirles a ustedes, quienes me leen, que reaccionen antes de que sea tarde.

A veces te consideras perfecta, intachable o la víctima de la situación, a veces crees que por estar enferma o en una situación difícil estás justificada de todo, cuando en realidad en un escenario como este, quienes están a tu alrededor también sufren y quieren ayudar; sin embargo, tu estás tan inmersa y atormentada por el padecimiento que no eres capaz de ver que los demás te quieren dar la mano y este socorro no es a tu modo sino de la forma que ellos consideran mejor.

Es necesario salir de la burbuja, dejar de lacerarse, ponerse en pie, sacar pecho y reconocer los errores propios. Dicen que la verdad nos hará libres, hoy puedo dar fe de que es cierto y aunque muchas de las personas a las que escribí no me respondieron los mensajes yo me siento mejor, un poco más tranquila, al menos tuve el coraje de reconocer, de sacarme este cáncer de la cabeza y asumir mis culpas. De a poco voy poniendo los pies sobre la tierra.

A Isa ya Fran, Gracias.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Diario de mi cáncer: ¡Pará, Gonzalo que me vas a dejar como un pibe!

Michael Carson- Yuxtapoz Mag

Sábado 20 de febrero. Abrí los ojos y noté que por la persiana se colaban destellos de sol, solté un par de lágrimas recordando que Isa se había ido un día antes y pensé: esto sigue, la vida continúa, estamos en etapa de preparación, ni siquiera he empezado la metamorfosis, vamos!. Me senté y le grité a mi mamá:

-¡Hoy me corto el pelo!

- Sí, mi viejo.

Tengo que aclarar el código familiar, yo soy la mayor de dos hermanas, por tanto, la "más vieja", Isa es la "bebetita".

Habíamos pasado 4 días sin agua por un corte de luz debido al inclemente calor del verano porteño, entonces entre mi mamá y yo nos pusimos a limpiar y organizar el departamento como si estuviéramos preparándonos para una gran fiesta, para una ocasión especial. En realidad lo era, ese día me despojaría de mi cabello, esa parte de mi cuerpo que para mí denotaba la feminidad. Uf, ¡cómo me voy a ver sin ese elemento de mujer? ¡voy a ser una hombre! me decía mientras sacudía el polvo y mi gata, Roxy, mordía el plumero.

- Roxy, ¿me vas a querer con el pelo corto?

Me miró con esos enormes ojos verdes delineados por una línea negra y soltó un "miau" como diciendo yo también tengo el pelo corto, mamá. y aún así soy linda.

Seguimos con los quehaceres mientras escuchábamos música. Antes de las dos de la tarde ya estábamos en la peluquería, al entrar la chica de la recepción me preguntó si quería que algún peluquero en especial me atendiera.

-Gonzalo fue el último que lo cortó, si está, mejor.

Nos sentamos a ver revistas. Al rato sale el chico tímido que me había "peluquiado" en Enero, sí, hacía menos de dos meses había visitado la peluquería para despuntarme el pelo, en aquella ocasión lo hacía porque tenía una entrevista de trabajo y quería verme Ganadora (inconscientemente lo escribí con mayúscula, así lo dejo),  así se lo conté a Gonzalo.

-En unos días tengo una entrevista de trabajo y siento que esta vez será la vencida.

-Seguro que sí, tenés facha. ¿Y en el cuello qué te pasó?

- Me operaron, me sacaron un ganglio para hacerme una biopsia, en estos días me entregan el resultado, pero creo que no será más que una pavada. Ahora todo te lo sacan y lo estudian.

Desafortunadamente, o mejor, aún convencida de mi fortuna y muy positiva (hoy, porque hay días que lloro inconteniblemente) acerca de mi situación, mi respuesta no fue acertada, y bueno, ya saben que tengo cáncer.

- ¿Otra vez por aquí? ¿Cuál es el gran evento ahora?

Lo miré y solté toda la historia mientras él me lavaba la cabeza. Esta vez no fue como la anterior, lo sentía tenso, no hablaba mucho, creo que no sabía qué decir, como le pasa a mucha gente cuando se entera de mi condición. Hay quienes reconocen que no me escriben porque no saben qué palabras usar y los comprendo, yo tampoco sabría qué trasmitirle a una persona que está así, hay días que las palabras no bastan, ni siquiera los abrazos o incluso la presencia de alguien.

- Tranquilo, no tienes que decir nada. A veces es mejor así.

- Es muy fuerte todo lo que te pasa. No entiendo cómo me lo contás con esa sonrisa.

- Yo tampoco, a veces me sorprende esta inexplicable alegría y fuerza para aceptar la enfermedad y todo lo que ella ha traído.

- Qué quilombo (lío, caos), yo no sé si podría.

- Lo único que pido es fuerza para seguir adelante.

- Y sí, ni un paso atrás.

- Ni siquiera para tomar impulso.

Después de un baño de crema que no sé para qué me hizo si luego me quitó más de la mitad del pelo, estaba sentada en medio de dos hipsters a quienes les hacía su corte hipster, el mismo que después de muchos movimientos de tijeras, pasadas de máquina, movimientos de cabeza y una cantidad de "¡Pará Gonzalo que me me vas a dejar como un pibe!, tengo ahora. O sea que soy un hipster mujer.

Al final agarré mi pelo atado con una liga, me miré en el espejo y comencé de a poco a descubrir mis rasgos, veía una chica distinta, todavía femenina pero diferente. Mis ojos se había hecho más prominentes, el cuello se notaba más largo, mi quijada estaba más delgada y esbelta que nunca, la naríz se había afinado, se manifestaba ante mí otra cara, la de una mujer.

Era curioso el hecho de sentir que entre menos capas y coberturas tenía mi rostro más se revelaba mi interior y más convencida me sentía de mí. Al salir a la calle muchas miradas se clavaron en mí, pero eran las misma de cuando tenía el pelo largo. A la mujer de pelo corto se le ve de un modo distinto como con respeto y algo de misterio.

El lunes siguiente después del corte de pelo, cuando llegué a la clínica le pregunté a Fabiana, quien varias veces llevó su cabellera al ras, acerca de la forma en que los demás miran a la las mujeres de pelo corto.

-Sí, gordi. Puede tener dos connotaciones, una es que les parezca un agresivo porque por lo general son los hombres los que llevan el corto, causa impresión de fortaleza, y otra es que les parezca un poco tabú, algo así como que esconde algo fascinante. Lo cierto es que ya no disimulas nada sos vos.

Cóctel químico #1




El miércoles 24 de febrero fue mi primera quimio. En un principio iba a asistir mi mamá y mi psicóloga, quien finalmente no pudo ir por un inconveniente. Estuvimos sólo mi mamá y yo, las dos igual de ansiosas y nerviosas por conocer ese nuevo mundo.

Llegamos al Fleming a las 9.15 de la mañana porque debía practicarme un examen de sangre que indicaría si mi organismo estaba preparado para recibir el cóctel de medicamentos que comenzarían a curar el cáncer. Me pincharon y, antes de entrar al hospital de día (lugar donde practican las quimioterapias), pasamos por la confitería para desayunar.

Yo me sentía emocionada, no sé si el miedo pasaba también por la exaltación, pero prefería quedarme con ese sentimiento que con el temor. De a poco se hacía real lo que había escrito la noche anterior, me había despedido de la Alejandra cobarde y estaba frente a una mucho más fuerte, creo que eso hizo Buenos Aires en mí.

La espera para iniciar la quimio nos llevó una hora. La sala, que al principio estaba repleta de gente se vació, nosotras fuimos las últimas en pasar. A las 11 de la mañana una enfermera de pelo corto y canoso me llamó por mi apellido: ¡Vanegas!

-Llegó la hora, mamá.

Nos dimos la mano y pasamos. Al abrir la puerta, la enfermera descubrió un mundo inédito: todo era blanco tanto como el cielo, las cortinas que separaban cada cubículo brillaban y se ondeaban al son del viento de los ventiladores, no hacía calor ni frío, todo estaba callado y olía a limpio, a ese aroma que queda en casa cuando termino de desinfectar y todo está perfecto, en su lugar. Tuve una extraña sensación de familiaridad y compenetración con ese lugar a pesar de que nunca había estado en él.

Miraba todo y a todos, en cada cubículo había una persona diferente: jóvenes, viejos, mujeres, hombres, algunos con pelo, otros pelados, unos muy arreglados, otros en ropa deportiva, había quienes estaban animados y sonriendo, también vi gente durmiendo. Yo iba muy bien vestida e incluso maquillada pero con ropa cómoda. Ese día, como cualquier momento importante de mi vida, quise verme bien, así soy yo, considero que como te ves te sientes por dentro.

Llegamos a mi cubículo y la enfermera me explicó qué era cada elemento y cómo iba a ser el procedimiento. Me tomó la tensión y le pidió a mi mamá que saliera un momento porque me iban a infiltrar. Antes de que se fuera le pedí que me tomara una foto con la cara de felicidad porque quería documentar el momento porque las fotos y videos que busqué el día anterior no fueron las más alentadoras, además quería algo propio, genuino.

El pinchazo fue el dolor de la vida, el enfermero agarró fuerte el cateter que me habían implantado apenas tres semanas antes en la mama derecha y sin pensarlo dos veces me clavó una aguja en forma de mariposa.

- Va a ser un pinchacito no más. ¡Quietita!

¿Pinchacito? ¡Vi estrellitas! de todos los tamaños, colores y creo que hasta tenían sabor, después detallaré a qué.

No podía dejar de ver el aguijón enterrado en el seno.

-No respires encima de la aguja, si lo haces tenemos que volver a esterilizar la zona, decía la enfermera.

Y yo volvía a verme.

- Sos necia, ¿no?

Giré la cara del otro lado para poder hablar.

-¡Mucho! y voyerista además.

Ambos soltaron la carcajada.

-Ahora te va a pasar el suero.

Llamaron a mi mamá y empezó todo. Por el suero empezaron a desfilar distintos medicamentos, corticoides para evitar una reacción alérgica, antihistamínicos para el dolor y luego el compuesto ABVD (adriaminicina, bleomicina, vinblastina y dacarbicina). Después de los corticoides caí rendida, sólo me despertaba cada vez que venía la enfermera con un nuevo químico para infiltrarlo en la bolsa del suero. Abría los ojos y miraba a mi mamá

-¿Cómo estás?

Me preocupaba verla ahí sola y callada, tratando de adivinar qué decían los personajes de la comedia romántica que veía, pues el volumen de la tele debía estar muy bajo para que no molestara a nadie.
En un principio habían dicho que iba a tardar 1 hora, sin embargo, salí a las 2 de la tarde del Fleming, estuvimos 5 horas. Después de que se vaya mi mamá no sé quién va a tener tanto tiempo para acompañarme, pensaba. No le dije nada a ella porque sé que eso le preocupa más que a mí.

Salimos y tomamos un taxi a casa.Llegué y me tiré rendida en la cama. Escuchaba que mi mamá movía ollas en la cocina, al rato me dijo que fuera a comer. Yo no sentía hambre pero tampoco me sentía llena, así que comí y me comí todo. No podía creerlo, era la primera vez en muchas semanas que vaciaba un plato.

Regresé a la cama y me quedé dormida hasta las 19 horas, momento en el que mi mamá empezó a moverse como un ratón por la habitación buscando cosas entre las maletas.

-¿Adónde vas?

- A misa.

- Voy contigo.

Se sorprendió.

Fui a misa y además me confesé. Fue la tercera vez en este mes que lo hice. Pero esta vez en lugar de contarle al padre mi ya tan trillada situación, reconocí todo lo que creía que estaba obsoleto y no servía en mí. Esta necesidad surgió no sólo a raíz de la enfermedad sino también debido a conversaciones que he tenido con diferentes amigas.

A veces las mujeres sentimos la necesidad de controlar todo, de que todo esté perfecto en nuestro hogar, funcione en el horario acostumbrado y bajo nuestras reglas y maneras, sin embargo, por estar tan centradas en nuestros puntos de vista olvidamos también que el otro u otros tienen sus libertades y tiempos para procesar la información, para actuar y hacer las cosas a su propio modo, entonces cuando en lugar de llegar a un espacio de diálogo y respeto cada uno empieza a imponer sus formas, la situación termina siendo una bomba de tiempo que amenaza con exterminarlo todo.

Consideré importante contarle al cura que ya estaba desgastada y vieja la necesidad de un otro a mi lado que no quería lo mismo que yo, de estar luchando por una idea que sólo era mía, que endiosé y traté de construir con tantas ganas y amor que tal vez no me di cuenta de que quien estaba a mi lado no compartía la misma idea o no era capaz de perdonar mis errores; insistir era en vano y continuar con ese dolor a cuestas me partía la espalda.

-Cada cual decide dónde estar, qué escuchar, qué ver y determinar su destino, dijo.

Le pregunté también si amar, perdonar, guardar secretos en el corazón y decirle a alguien "No te dejes en este momento" tirando de su pantalón, era un crimen  porque en el último mes me tildaron de obsesiva por haberlo hecho y nadie, incluso algunos familiares, salió a defenderme.

-Vos amá y perdoná, hasta setenta veces siete.

Caer y levantarse una y otra vez

Los días subsiguientes no fueron fáciles pero les puse ganas. El jueves mi nariz era un extractor de olores hiperpotente que podía percibir aromas 10 cuadras a la redonda, también tuve un dolor de cabeza insoportable que con el paso de las horas se hacía más intenso.

Sólo lloraba y lloraba, no podía parar. Lloraba porque se paraba una paloma en la ventana, lloraba y abrazaba a Roxy, lloraba y hablaba por chat, lloraba, lloraba y lloraba porque sí y porque no. A las 17 horas vino a visitarme Melisa, una compañera de la universidad, salimos a tomar un café y me comí una torta del tamaño de México repleta de merengue italiano. Placer.

El viernes el olfato continuaba sensible, ahora podía oler lo que servían en la casa Rosada y sentía nauseas, repulsión. Limpiamos el depto con mi mamá y le dije que me sacara de ahí, así que nos fuimos al centro comercial, almorcé un buen tazón de noodles y entramos a ver una peli. A la noche vino Marisa, una amiga dermatóloga; le hice fríjoles y patacones, quedó encantada con la comida colombiana, luego fuimos las tres a comer un helado.

No sé cómo me despegué de la cama el sábado, en realidad no tengo idea porque tenía la cabeza partida al medio, todas las ideas y sentimientos se desparramaban desordenados por doquier. Agarré cinta me uní la cabeza, me bañé y fui con mi mamá a arreglarnos las uñas. A las 15 horas estábamos de vuelta en casa, comimos los fríjoles recalentados (manjar) y nos acostamos a tomar una siesta.

Exorcismo

A las 17 horas de ese mismo sábado me desperté asustada, un martillo me golpeaba la cabeza y me repetía sin cesar una idea, una sóla idea, me la clavaba con un clavo y la martillaba ininterumpidamente. Ta, ta, ta, ta, ta.

-Mami, me voy a volver loca. Salgamos ya de aquí.

En la semana me había llamado al trabajo una paciente que es evangélica, quien al enterarse de mi situación oró por mí y me invitó a su culto. Me insistió tanto y por tantas semanas que no pude negarme, al fin y al cabo ¿qué podía perder? todo suma.

Llegamos a la iglesia Rey de Reyes y Catherine nos estaba esperando. Días antes le había contado sobre la invitación que me había hecho la paciente y casualmente me dijo que una señora la había invitado a ir una tarde que estaba en el parque con Antonia, así que se unió al plan.

Había una fila que daba la vuelta a la manzana y el culto ya empezaba, nos colamos y entramos con el gentío. La iglesia era enorme, pisos y pisos de sillas y en el centro un escenario muy colorido. Cathe me advirtió que los pastores estaban sanando a un lado de las tablas.

-¡Vamos! yo quiero que me exsorcisen.

Nos paramos en la fila y cuando nos llegó el turno el pastor empezó a soplar a Cathe mientras me preguntaba:

- ¿Por qué estás aquí?

- Porque tengo cáncer y mi vida es un caos.

Sopló a Cathe y le dio un empujón. Ella se resistía a caer.

- ¿Dónde está el cáncer?

- En los ganglios del cuello y el pecho.

- ¿Vos creés que yo te puedo sanar?

Lo miro fijamente a sus ojos y le digo:

-Todo es cuestión de creer.

Cathe se da media vuelta y se va.

El pastor pone la mano en mi cabeza y empieza a gritar:

-¡Fuera cáncer!.

Grito tres veces y me empujó. Yo no me caí como las demás personas quienes ante los gemidos se desplomaban en los brazos del ayudante del pastor, pero sí me quedé aturdida. Subí las escaleras y senté con las chicas.

- Qué mal aliento tenía ese tipo, comentó Cathe.

Todas soltamos la carcajada.Las dos horas y media se nos pasaron tras varios cantos y alabanzas, al final quedamos convertidas en la Maude Flanders.

Todavía no puedo creer todo lo que me ha pasado y continúa ocurriéndome. Hace un rato le contestaba un mail a una amiga contándole lo largos que se hacen los días y lo fuerte que es todo, lo que cuesta vivir cada momento, cada sentimiento, el despojarme de lo obsoleto e incorporar lo nuevo y beneficioso, el dejarme llevar por el destino e ir resolviendo de a poco, con tanta tranquilidad, claridad y determinación los problemas y obstáculos que se presentan. Tampoco entiendo cómo a veces sonrío y encuentro tanta paz y cómo voy comprendiendo que la razón sólo procura golpearte contra el mundo y que es el amor y lo divino el único sosiego del corazón.