sábado, 2 de abril de 2016

Diario de mi cáncer: Deshojándome


A Pachi.

Viernes 25 de abril, segundo día después de la tercera quimioterapia y Viernes Santo. Desperté y me sentía genial, pocas nauseas, buena energía, ánimo arriba, cero dolor de cabeza y olfato no muy sensible.

-Buena, ya me estoy estoy acostumbrando a esto, pensé.

Me levanté de la cama feliz. Mi mamá estaba haciendo el desayuno y ya había puesto música. No hay mejor forma de despertarse que esta, creo que es una costumbre muy colombiana. Cada vez que tomo el primer turno del sábado para arreglarme las uñas y llego prácticamente a despertar a todo el mundo en la casa de Elci (caleña manicurista) lo primero que hace después de saludarme es conectar el celular a unos bafles que tiene sobre el escritorio y empieza a sonar la rumba cross over. Y Bueno, mi mamá hace lo mismo que Elci desde que el primer día que llegó a Buenos Aires y ahora es ley en mi casa.

Comimos y salimos a ponerme la vacuna post quimio, la que me sube las defensas después del tratamiento. Hicimos algunas compras de pascua (pescado, huevitos de chocolate y todas esas cosas que te hacen gastar plata pero que consumes para estar en la onda) y al cabo de dos horas regresamos. Me metí al baño y me dispuse a tomar una relajante ducha, me enjaboné y me puse el champú cuando ¡oh sorpresa! ¡Me quedé con la mitad del pelo en las manos!

De a poco empecé a gritar hasta que pegué el berrido.

-¡Mami!, ¡mamiii!, ¡maaaamiiii!, ¡¡¡mmmmmmaaaaamiiii!!!!

-¿Qué pasó?

- ¡Ven ya!, se me está cayendo el pelo.

De inmediato corrió de la cocina al baño, abrió la cortina y le mostré las manos llenas de hebras negras embadurnadas de espuma.

No dijo nada, sólo bajó la mirada, torció la boca para un lado y suspiró.

- Esto no para.

- Paciencia. ¿Qué más puedes hacer?

Me encerré de nuevo en la ducha y se me cayeron algunas lágrimas.

- Y bueno, así es esto.

Llueve pelo

Terminé de bañarme y al salir me percaté de la cantidad de pelos que habían abandonado mi cabeza. Recogí cientos del sifón del baño y del lavamanos, en la toalla quedaron otros tantos, cuando me vestí algunos más se desprendieron. El peor momento fue cuando me pasé el secador, me asemejé a una flor de Diente de León, de esas que soplas y salen volando sus pétalos al aire.

Estuve deshojándome el viernes,el sábado y el domingo, días en los que por primera vez en mi vida entera viví la semana santa como era, sintiendo, comprendiendo y haciendo parte de mí cada rito, palabra, cada acto. Es como si algo mágico dentro de mí hubiera hecho ¡Puff! y me hubiera abierto el entendimiento.

Ya había mencionado que vengo de una familia ultra católica y que estudié en un colegio de monjas en el que me divertí parte de mi infancia y toda mi adolescencia haciendo maldades como buena rebelde sin causa, sólo por provocar algún tipo de desequilibrio o por llamar la atención o quién sabe por qué pero siempre estaba con mi grupo de amigas planeando alguna forma de molestar a las hermanas.

Y aquí debo hacer un paréntesis para reconocer lo insoportable que fui en el colegio y para reírme un poco porque esas tardes y mañanas no se van a borrar jamás de mi mente. Cómo olvidar cuando rayamos con mi querida Suom las paredes, muros y cuanto ladrillo se nos atravesó con la frase: "Sandra y Raúl" (el nombre de una amiga y su novio) sin motivo, por el simple hecho de joder; o cuando nos emborrachamos con Mafe a las 10 de la mañana con ron y coca para asistir a la misa de la Virgen del Carmen (patrona de la comunidad) de la que nos sacaron de las orejas debido a que no parábamos de reírnos; o cuando volvía loca a la hermana Bárbara (quien durante 5  me tuvo entre ceja y ceja, yo era su peor tormento) con preguntas absurdas sobre Jesús, los ángeles y los santos en las clases de religión; o cuando nos escapábamos del laboratorio de física en la tarde por la simple y llana necesidad de sentir la adrenalina de lo prohibido.

Esa época de desenfreno ocurrió durante mi adolescencia, porque en mi infancia fui una niña más bien tímida, callada, un poco miedosa, o mejor, muy observadora de mi alrededor, como quien anda a la defensiva para no meter la pata. Además de tener esta personalidad introvertida también creía mucho en Dios, algunas veces le contaba a mi mamá que había tenido un sueño con Jesús o la Virgen, me emocionaban las vidas de los santos que escuchaba en las clases de religión en el colegio, al punto de que la película Marcelino, pan y vino, dirigida por Ladislao Vajda y basada en la novela de José María Sánchez Silva, era uno de mis films favoritos. Soñaba con que algo así me pasara (la peli, una joya del cine religioso español, se trata de un niño huérfano que es abandonado en un convento de monjes franciscanos donde había un enorme crucifijo que cobró vida y se comunicaba con el pequeño).

De niña también era muy cercana a mi abuela materna, con quien pasaba largas tardes aprendiendo acerca de las labores de la casa, a coser, a bordar, a rezar, hacía las tareas a su lado, mientras ella pisaba el pedal de su máquina Singer, creando calzones, vestidos y pantanloncitos para los niños del asilo Andressen. Ella cosía afanosa y me contaba historias de las casas en las que habían vivido con mi abuelo, un contador y empedernido y terco busca tesoros. Amaba oír esas anécdotas y los líos en los que se metía por estar detrás de las preciadas joyas que los españoles colonizadores dejaron cuidadosamente escondidas en las primeras casonas de Cúcuta.

Pachi, así la llamaba yo ( les recuerdo la manía que tengo de cambiarle el nombre a la gente), siempre me decía:

-Una mujer, una buena mujer no sólo debe estudiar, también debe saber todo cómo manejar un hogar y cómo proteger a su marido.

Y yo, con mi mente todavía inmadura y ya soberbia le decía:

- ¿Y para eso no están las empleadas de servicio?

Ella, muy humilde, a pesar de tener a su lado una gran mujer que le ayudó a criar a mis 4 tías y se encargó de los quehaceres del hogar y la cocina, me respondió:

- Esa es una bendición que te debes ganar, para hacerlo primero debes estudiar, trabajar mucho y aprender a realizar el oficio de la casa tu misma. Y cuando tengas a una buena mujer que te ayude tienes que colaborarle y tratarla como una igual, ella no es tu esclava, es un amiga porque seguramente va a ser tu compañera de por vida, como es María para mí.

-Pues cuando sea grande voy a tener tanta plata que voy a pagar para que alguien más haga todo.

- La soberbia no lleva sino al dolor y al fracaso, Alejandrita. No eres ni más ni menos que nadie.

Ante esas palabras no podía decir nada más.

Mi abuela Pachi.




¿Mala o buena? 

Así como en la pasada Semana Santa algo me cambió el chip en el cerebro, cuando cumplí 12 algo también me hizo clik y pasé de ser una nena temerosa a una chica rebelde que rayaba muros (amé hacer stencil en las calles de la conservadora Cúcuta), tomaba, salía de fiesta todos los fines de semana, bailaba, bailaba y bailaba (Dios, ¡cómo me encanta bailar! así sea sentada en el colectivo que me lleva al trabajo), fiesta iba y venía, amigos, el intercambio, viajes. Así transcurrió mi adolescencia y la universidad, ya había contado la suerte y la buena vida que me dieron mis padres.  

Cada semestre regresaba a Cúcuta e iba a visitar a Pachi. Ella sólo se quedaba viéndome, yo le contaba lo que hacía, lo emocionante que era mi vida lejos, los lugares que visitaba, la gente con la que compartía. Ella sólo se quedaba viéndome, me escuchaba pero no decía nada.

Le tocaba la piel de sus brazos y le decía:

-Cada vez se parece más a un papel.

Cuando era niña me respondía:

- Este zurrón.

Y me empezaba a corretear por la enorme casa, la que tiene la planta de vid recubriendo el patio central, la que cada vez que me da miedo en la noche visito en sueños y me quedo sentada en frente de un cuadro gigante del Sagrado Corazón de ella, de mi Pachi, que hace casi dos años no está más en esta tierra.

Ya de "grande" no me decía nada, sólo me escuchaba hablar.

- Ya vas a aprender, Alejandrita. El problema es siempre a las malas porque somos muy tercos.

Me dijo la última vez que la vi aquel marzo de 2013.

Y así fue, ese segundo "click" que hizo mi cabeza la pasada Semana Santa, en la que ya sin pelo y con un pañuelo, a veces en forma de turbante y otras con Magaly (mi peluca) en mi cuero cabelludo desnudo, entendí las palabras de mi abuela Pachi. Después de terminar de quitarme hasta el último pelo, de pasar de ser un hipster, a ser Andrea Echeverry y luego Sinead O'Connor en los 80 por fin comprendí lo que significa Creer, la magnitud del amor, del perdón, de lo que ese hombre nazareno del que muchos se burlaron y ultrajaron viéndolo atado a una madera, hizo por nosotros sólo para demostrarnos que la vida no es nada más que aprender a caer y levantarse, darlo todo por amor, perdonar, comprender, aceptar y servir a los demás.


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