martes, 12 de abril de 2016

Diario de mi cáncer: Sin lugar para los débiles


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A Julián y Trina, mis padres.

Lunes 28 de abril, era el primer día que iba a enfrentar sin pelo a la calle. Decidí ponerme una pashmina como turbante en la cabeza pues durante el verano tomé algo de sol y mi cuero cabelludo estaba más blanco que el resto de mi rostro. Confieso que no me sentía lo suficientemente valiente como para salir tan desnuda y esa prenda, el turbante, siempre despertó en mí respeto y algo de misterio, debe ser porque lo usan las culturas de oriente, las cuales siempre han sido fascinantes para mí.

La noche anterior había visto varios tutoriales de cómo atarse el pañolón a la cabeza, no fue tan difícil encontrar un modo lindo y cómodo. Así que muy a la una de la tarde, hora a la que salgo para mi trabajo uno en la clínica, le di un beso a mi mamá, agarré las llaves y salí.

-Espérame- me dijo ella con cara de preocupada- voy contigo.

-Ay, mami, no seas exagerada. No es para tanto.

- Tengo que comprar yuca y plátanos en la verdulería de la esquina, donde tomas el colectivo.

Vivir bajo una burbuja

Debo hacer un paréntesis acerca de mi relación con mi mamá, pues ahora que estuve viviendo con ella casi dos meses terminé de desenmarañarla y entenderla. Aunque no tenemos el mismo carácter, ella es más dócil y paciente, y yo, por el contrario, más autoritaria y rebelde; ella siempre tuvo esa necesidad de sobreprotegerme, o más bien de envolverme en la misma "burburja aislante" que ella usa para evitar el dolor y sufrimiento.

En este gran globo en el que ella me insertaba yo era inmune, sólo percibía una pequeña parte del mundo, el mundo desde su perspectiva. Desde que era niña justo en el momento que algo malo pasaba ella me agarra y me acoplaba a su esfera y desde ese instante no había nada que me pudiera conmover o afectar, sólo éramos ella y yo. Así que crecí con una versión parcial del mundo.

Los años, el tiempo y la distancia hicieron a esta esfera insostenible y cuando se rompió tuve que empezar a enfrentarme a la vida real, al dolor, al sufrimiento, al miedo, a la maldad, la injusticia, a esa guerra que libramos día a día con amigos, compañeros de estudio y trabajo y hasta con la misma familia, como si hubiéramos venido a pelear en lugar de compartir un espacio.

Y en ese momento cuando dijo: quiero ir contigo, fue cuando entendí por qué ella me tapaba los oídos y los ojos y me abrazaba, no era para que no sintiera dolor sino para enseñarme que ese carácter fuerte, esa falsa idea de "todos contra mí" era errónea, al mundo no se sale a golpear, a competir y herir al otro a diestra y siniestra, hay una forma noble y humilde de sobrellevar esta existencia y es viendo a los otros a través de los ojos de la comprensión de su realidad, de sus incomprensiones y limitaciones, desde sus tormentos y padecimientos.

La miré, le sonreí.

- Sí, seguro. Vamos.

Todo el camino me miraba y se fijaba si a mi alrededor si alguien se estaba fijando en mí.

- ¿Cómo te sientes?

-Bien. Muchos me miran, pero bueno, a mí me encanta llamar la atención.

Llegamos hasta la parada del bus y se quedó viéndome hasta que tomé el colectivo y me senté. Ya había arrancado el colectivo y se quedó mirándome hasta que se perdió en la larga avenida Irygoyen.

Me puse los audífonos y seguí mi camino hasta el trabajo.

Al llegar a la clínica Francisca y Fabiana, mis compañeras, casi mueren de dolor.

-¿Cómo te hiciste eso, gordi?

-Yo sola, con tijeras y una Gillette. Creo que sufrió más mi mamá que yo.

- ¡Qué huevos!

- Y eso que soy mujer.


Convirtiendo lágrimas en alegrías

Tanto se dice de esta enfermedad que al final no sabes quién tiene la razón, hay tantas fórmulas, conjeturas y explicaciones que siempre terminas perdida tratando de encanjar en alguna de ellas o no, simplemente te apartas de tanta literatura y te ciñes a vivir cada día como viene (esa incluso es la receta), construyendo y modificando tu rutina cuantas veces sea necesario para adaptarte.

Reconozco que desde que me enteré del diagnóstico aquel 8 de enero he pasado por diferentes fases: la primera de ella fue el shock, no existía nada más en el mundo que yo, sólo éramos yo y el cáncer ¿por qué yo? ¿por qué yo y el cáncer? ¿por qué a mí el cáncer? yo hago deporte, yo como sano, yo medito, yo soy paciente, yo amo, yo cuido, yo doy. Esa fue la etapa del yo.

Luego el yo se mezclo con el yo víctima, con el yo rencoroso y vengativo. ¿por qué a mí habiendo tanta gente tan malparida en el mundo? culpaba a todo el mundo por lo que me pasaba, mi papá, mi mamá, mis ex parejas, mi hermana, mi familia, mi enemigos, mis amigos. No quería saber de nadie, todos habían causado en mí una herida que dolía. No quería ver, escuchar o relacionarme con nadie, todos eran mis potenciales destructores.

Después de visitar al cura Bertinelli en Ezpeleta, y de haberme preguntado ¿Y vos qué has hecho para perdonar a "todos los que te han hecho daño"?, ese yo acusador tornó su dedo a mí misma, a Alejandra. "Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa". Fue un momento de gran depresión, mucha tristeza, había causado heridas en otros y todo por ese gran engaño que nos tiene a todos dominados, el ego, el que te moviliza vengarse, odiar, a lacerar, causar heridas, ese que no permite soltar,  conciliar, dejar vivir, ni estar tranquilo y te aleja del perdón y amor, esa fórmula mágica de la paz interior.

God, ¡help me! 

Jueves siete de abril, no habían pasado 24 horas de la cuarta quimioterapia cuando vi a mi mamá partir rumbo al aeropuerto de Ezeiza. Parada en la puerta del edificio con mi gorrito tejido y mi poncho trataba por todos los medios de que no se me escurrieran una sola lágrima para que ella se fuera tranquila, confiando en que yo iba a estar bien; aunque en realidad estaba muerta del miedo, no sabía quién me iba a acompañar ahora, todo el mundo te dice: sí, yo voy con vos, llamame, pero a la hora de la verdad cada cual tiene su vida.

Subí a casa y me senté frente a un altarcito que armé con distintos santos que me han ido apareciendo a lo largo de este camino para acompañarme y brindarme sosiego. Prendí una vela y me postré en el piso a contemplarlos sin decir nada, sólo me quedé ahí en silencio. Habré estado dos horas entre llanto y oraciones  buscando algo de paz, una respuesta o qué sé yo, me quedé hasta que me dio sueño y fui a la cama.

Dos horas más tarde me estaba despertando con los ojos doloridos. Miré hacia la puerta y vi una imagen que mi mamá dejó pegada en la puerta que dice: Jesús, en ti confío. La repetí tres veces y pensé: todo compartido es mejor ¿para qué quiero todo esto si no tengo con quién disfrutarlo?. Volví a repetir: Jesús, en ti confío. Y me dije: tengo que aprender a compartir.

Me levanté, me bañé y me vestí. Ese día iniciaba el último año de mi maestría en Periodismo. Comí algo y me tomé las pastillas de corticoides y el anti nauseas. Salí a la calle y me sentía bastante bien, aunque me preocupaba vomitar a la turba mañanera del subte, pero al final no fui noticia, qué lástima. Como siempre disfruté la clase, hablé con mis compañeros y al finalizar el horario me fui corriendo a ver a mi nueva psiquiatra, con quien ya había tenido un primer encuentro.

En el trono con la corona de espinas 

La primera cita con Edna hablamos poco, le expliqué básicamente que estaba ahí por el cáncer y por toda la avalancha que había generado en mi vida la enfermedad. Fue corto el lapso de tiempo que compartimos, pero sí intensificó la medicación psiquiátrica por un cuadro de profunda tristeza.

Las semanas anteriores, después del encuentro con Edna, había estado mucho más tranquila, no sólo por las pastillas sino también por esa meditación religiosa (que pasó del mat a las bancas de la iglesia) sino porque había pasado a la etapa de aceptación de la enfermedad en la que rompí con la culpabilidad propia o ajena y me concentré en reconocer e iluminar mis sombras.

Esta vez la dinámica de la sesión fue diferente, ella inició la conversación. Su interpelación fue bastante incisiva y aguada.

-Bueno, María Alejandra.

-Prefiero que sea sólo Alejandra.

Ya ahí anotó algo.

- Hablemos de tu niñez. ¿Eras tímida o extrovertida?

- Introvertida y bastante observadora. Odiaba estar sucia.

- Y en la adolescencia.

- Hice un click, empecé a ser rebelde.

-¿Por qué?

- Me cansé de llorar y de que me pasaran por encima.

- ¿Y cómo era ser rebelde?

- Saboteaba las clases de las hermanas, pintaba los muros del colegio, me escapaba, bebía mucho, siempre estaba de fiesta, hacía lo contrario a lo que mi papás me dictaban.

- ¿Por qué?

Silencio.

-Ehh, no sé, supongo que quería llamar la atención.

-¿De quién?

Silencio.

- De mis papás, creo. Dije titubeando.

- ¿Y por qué llamar la atención?

- Ellos nunca estaban en casa, siempre trabajaban, nos dejaban con las empleadas a quienes volvíamos locas con mi hermana.

En ese momento un látigo invisible me golpeó el brazo y me dejó una herida larga, sangrienta y abierta.

- ¿Alguna vez tuviste problemas con tu peso?

- Sí, fui bulímica y anoréxica.

- ¿Te sirvió de algo?

- Bajé de peso, pero me enfermé.

-¿Y tu familia qué hizo?

- Volcó a atención en mí.

- Pero los asustaste. ¿Por qué?

- Quería que temieran perderme.

-¿O querías que te demostraran que te querían?

- Sí.

Azote en el brazo.

- ¿Fumaste, bebiste en exceso, drogas, tal vez?

- Sí. Es lo que hacemos todos a esa edad.

- No, no todos, por lo menos no hasta perder el control, por eso te dije en exceso.

Otra llaga.

- ¿Alguna vez te sentiste inconforme con tu vida?

- Sí, varias veces.

- ¿Y qué hiciste para solucionarlo?

- Un cambio radical. Un viaje, cambio de carrera, de país, de pareja.

- Saliste corriendo.¿ El problema se solucionó?

- Y, aquí estoy.

Sentada frente a Edna me sentí como Patricia Arquette en Stigmata. Me hizo muchas preguntas que ante cada respuesta iban dejando una marca o se clavaban una espina en mi cabeza. Esas situaciones que para mí, como le dije a la doctora, nos pasan a todos de jóvenes como algo normal, fueron dejando huellas en mi corazón, en mi alma e incluso en mi cuerpo, eran llagas al rojo vivo y sólo hasta que las reconocí y dejé expuestas pude empezar a sanarlas.

Salí del consultorio, lloraba y lloraba, así fue hasta que llegué a casa y de nuevo me senté frente a mi altarcito, prendí una vela y comencé a orar, meditar y observar por la aterrorizada la cantidad de contusiones que había dejado ese ratico que compartí con la psiquiatra.

Todo el fin de semana post quimioterapia estuve poniéndoles compresas de agua caliente a las heridas, desinfectándolas, soplándolas para que no dolieran tanto, llorándolas sola o por momentos junto a Natalia, Catalina, Lorena, Ía y Viviana, esperando paciente a que se secaran, que dejaran de doler y atormentarme. Esta vez la metamorfosis la hice fuera de la tela, sola y fue expuesta ante personas cercanas, no para que me tuvieran lástima, sino para darles una lección de vida.

Cada día voy aprendiendo que lo que debe prevalecer en el vida es el amor puro y sin condiciones, lo importante es enfrentarse a la calle con los ojos de la comprensión, de la compasión y del entendimiento del otro, sólo esto procura que la existencia sea más llevadera y pacífica, hace que tus días, aunque grises y tormentosos, tengan sentido y puedas resolver las complicaciones con más sabiduría y tranquilidad, al fin y al cabo eres lo que predicas y practicas, recoges lo que siembras.

Termino con este pasaje que se los publiqué a mi mamá y a mi papá por su aniversario número 33, que se cumplió el pasado 9 de abril.

"Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño.
Ahora vemos por un espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.
Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor". Corintios 13. 








    

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